1 Juan 3:1-8
Después de entregar mi corazón a Cristo siendo un adolescente en los años 50’s en Alma, Georgia, mi pastor invirtió innumerable cantidad de horas conmigo estudiando la Palabra de Dios. En la primavera de mi cuarto año en la escuela secundaria, él me pidió que compartiera la palabra con la congregación un domingo por la noche. Mi novia, que luego llegó a ser mi esposa, junto con su madre, que era familiar y conocida de muchos en toda la ciudad, se preocuparon de que esa noche asistiera tanta gente entre compañeros de clase, familiares y amigos que la iglesia estaba completamente llena. El santuario rebozaba de gente; al ponerme de pie para predicar por primera vez sentí como mis rodillas temblaban y mi corazón latía aceleradamente. El texto que usé fue 1 Juan 3:1-8. Preparé un bosquejo con estos simples tres puntos:

  1. Dios quiere que abandonemos nuestros hábitos de pecado.
  2. Dios quiere eliminar los hábitos de pecado de nuestra vida.
  3. Dios quiere que asumamos un estilo de vida por completo diferente.

Muchos años más tarde escuché a un maestro y predicador de santidad muy destacado predicar sobre el mismo texto, sus tres puntos fueron:

  1. Debemos abandonar la práctica del pecado.
  2. La raíz del pecado debe ser destruida.
  3. La evidencia de la salvación debe ser demostrada.

Lo que este pasaje nos enseña es que el pecado es un monstruo de dos cabezas. Somos pecadores por que cometemos actos de pecados; pero somos pecadores también por causa de nuestra naturaleza pecaminosa. El nuevo nacimiento es una experiencia maravillosa y gloriosa en la que somos perdonados de los actos de pecado que cometimos. Pasamos de muerte a vida, de esclavitud a libertad, de ser culpables a ser perdonados, de vivir abandonados a ser hijos de Dios.

Al nacer de nuevo, la práctica del pecado como un patrón diario debe terminarse. El cambio de conducta será evidente para quienes nos conocen. En verdad, somos una nueva creación en Cristo. Lo viejo ha pasado y todo comienza siendo nuevo (2 Corintios 5:17).

Muchos años atrás leí el libro del Dr. Donald M. Joy, El Espíritu Santo y Tú. Me encantó leer las historias que hermosamente comunicaban la prioridad, el plan y la provisión de Dios para que su pueblo experimente pureza de corazón y viva una vida santa. La santidad viene del Padre a través del Hijo por medio del Espíritu Santo.

La analogía utilizada por el Dr. Joy que describe efectivamente el principio o raíz del pecado como un ladrón armado, como un malvado y condenado que habita dentro de nuestro corazón. Cuando leí su ilustración, me imaginé a mi mismo, tarde una noche yendo en coche de regreso a casa y al llegar encontrar dentro a un invasor que con su pistola apunta y sujeta a mi esposa. Mientras espero fuera de la casa, entiendo que debo tomar una decisión. Debo hacer algo. Pero, ¿qué? ¿Debo simplemente ignorar el problema y esperar que el invasor decida no hacer daño a mi esposa y tranquilamente abandonar la casa? ¿Debo entrar despacio en la casa para no tratar de asustar al criminal y tratar de negociar con él? Tal vez pueda llegar a un acuerdo con él y permitirle vivir en nuestro hogar si se conforma con robar alguna cosa cada día. O, tal vez, debo lanzarme corriendo a toda velocidad dentro de la casa e y tratar de derribar al ladrón al piso y sujetarlo para que no pueda usar su pistola. ¿Podría, una vez en el suelo, sentarme encima de suyo, día tras día, y así impedir que lleve a cabo sus malas intenciones hasta que un día él termine venciéndome?

Como el Dr. Joy explicaba en su libro, la única solución real es llamar a alguien que tenga autoridad y habilidad para que nos ayude y entonces destruir y expulsar al invasor. ¡Aleluya! ¡Dios proveyó a Cristo para que por medio de él nuestros corazones sean limpiados de todo pecado! ¡El poder limpiador de la sangre de Cristo llega mucho más profundo que donde pueda haber llegado la mancha del pecado!

Dr. Doug Carter

V.P. Equip